Llegaste a mí. Ya te estábamos esperando. Nos costó saber que estabas ahí, pero finalmente decidiste abrirte paso entre un millón de números que hasta ese momento eran ininteligibles para nosotros. Quisimos ser cautos, precavidos, pero llenaste nuestras vidas de esperas desesperadas, de ilusiones incontenibles, de lágrimas de felicidad.
Tenía ideado nuestro largo viaje mentalmente. Y admito que he pensado en ti más de lo que he llegado a reconocer. Intentaba que los demás fuesen moderados, mientras mi cabeza era una montaña rusa de sueños, y en mi boca se instalaba una sonrisa beatífica. Entré en un periodo relajado y confuso, delirante a veces, pero feliz. Te habíamos anhelado tanto…
¿Cómo es posible que sepa de ti desde hace un mes, y ya te quiera? Un amor incondicional, expectante y tierno. Un cariño real, apasionado, lleno de días copados por tu existencia.
Te instalaste en mis entrañas, te di cobijo. Por fin estabas ahí, te había soñado tanto…
Y ahora me dices adiós dejando a tu paso una coagulada estela rojiza. Me dices adiós, y yo no quiero que te vayas.
Me quedan las noches de insomnio, las largas horas postrada, un vacío en mi carne y en mi alma. Mi vida se ha convertido en un paseo alienado entre lo real y lo onírico. Ni te he conocido, amor. Y te echo de menos.
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