Ruiz era un hombre encantador y educado, un indigente
enamorado del arte que ocupaba sus mediodías contemplando los lienzos expuestos
en la sala veintisiete; donde los ilusionados vigilantes del Museo le esperaban
a diario para dejarle pasar haciendo la vista gorda. No tardaron mucho en
descubrir que, más que interés pictórico, “El Mapa” (como le apodaron por los
múltiples remiendos de su ropa), tenía un hambre considerable y una curiosa
manera de saciarlo.
Famélico,
cada día se acercaba a las salas de los bodegones y, como un reservado alquimista
gastronómico emprendía absorto su faena: convertir cada imagen en una sinfonía
de sabor. Traducía los óleos en delicadas catas de agraces, caza y pesca que no
eran para él más que nostálgicos recuerdos y abandonaba el Museo al cabo de
unas horas, sonriente y pleno; lleno de texturas y aromas que nutrían por
entero su breve figura.
Presentado al concurso relatos brevísimos Mandarín el pasado 2013.
Excelente microrrelato!
ResponderEliminarSaludos!
Muchas gracias E.C. y bienvenida!
ResponderEliminarMuy bueno, muy sugerente, muy sensorial, muy evocador.
ResponderEliminarHe dicho ;)
Jesusjoseymaria. ¡Muchas gracias Ana!
EliminarBesotes